INFANCIA Y ADOLESCENCIA PERDIDAS EN ASENTAMIENTOS

La vida en un asentamiento es muy dura debido a las carencias de infraestructuras y de mínimo equipamiento público (suelen estar fuera del centro urbano o en el extrarradio) y, sobre todo, la casi completa ausencia de los ayuntamientos.

Además, la mayoría de las personas migrantes que viven en los asentamientos suelen estar en situación de irregularidad administrativa, lo que agrava aún más la situación. Se suele afirmar, a menudo, que vivir en un asentamiento implica riesgo de exclusión social; o ¿más bien se debe decir que ello supone, ya en sí, exclusión social? Porque implica la vulneración de derechos humanos individuales, sociales y económicos.

La existencia de asentamientos o chabolismo es reflejo de una sociedad injusta y excluyente de modo selectivo, es decir, que dicha exclusión está asentada sobre criterios étnicos y económicos, rechaza al diferente culturalmente y sobre todo al pobre. También es reflejo del racismo inmobiliario, que dificulta a las personas con escasos recursos económicos y a las y los extranjeros alquilar viviendas dignas en el núcleo urbano.

Vivir en un asentamiento significa estar en un escalón por debajo del resto de la sociedad. Es una realidad de facto a la cual se alude como inevitable. Las personas son invisibilizadas y viven en un contexto de estrés tóxico impregnado de miedo, de inseguridad y de soledad, con debilitadas redes familiares y sociales. Estas condiciones infrahumanas impactan en todo el entorno familiar y social, afectando a todos los miembros de la familia (progenitores, hijas e hijos) y deteriorando la interacción interna y comunitaria. En los progenitores debilita su papel de guía y de protectores para sus hijos e hijas, por estar ellos mismos heridos en su ser y con baja autoestima; ocupados la mayor parte del tiempo buscando los medios de supervivencia de toda la familia. El entorno familiar, en estas circunstancias, corre el riesgo de volverse inestable emocionalmente, lo que podría debilitar los vínculos y sobre todo las relaciones de apego y de cuidado.

Los y las menores sufren toda esta situación en silencio, les cuesta comprender lo que está pasando y suelen incluso culpar a sus progenitores de lo que está ocurriendo; tienen con frecuencia vergüenza de su situación en relación con sus iguales en el colegio por ser pobres y carentes de ropa buena, de comida y de casa digna. Esto los llevaría aún a más aislamiento, impuesto por el entorno y por ellos mismos como reacción. Se puede decir que están sometidos a tres tipos de vulneraciones: por ser menores, por ser migrantes y por ser pobres y vivir en situación de exclusión social.

El ser humano vive en un sistema de redes que forja y a su vez es producto del mismo. La personalidad se va fraguando a lo largo de la vida de la persona mediante las experiencias vitales, especialmente las afectivas, por medio de los vínculos y las relaciones de apego que establece con el entorno; principalmente con los progenitores en la primera infancia.

Cuando este sistema está afectado y debilitado en sus funciones de protección, de soporte, de guía y de promotor de ilusiones en el futuro, suele tener efectos dañinos en la autoestima de las personas adultas y en su bienestar.

En el caso de las y los menores, el entorno de exclusión social podría afectar a su desarrollo biopsicosocial y, en particular, al proceso de individuación-socialización al carecer de los suficientes estímulos y apoyos sociales que le faciliten este difícil y duro proceso necesario para ser un ser social y ciudadano. A ello contribuye la ausencia de una pandilla estable y fuerte debido a la situación de soledad que viven en el asentamiento. Asimismo, la ausencia de una pandilla mixta (intercultural) procedente del entorno educativo, dificulta o casi impide la integración e inclusión sociocultural en la interculturalidad. La pandilla es vital y esencial para el buen desarrollo de la personalidad de las y los menores. Esta importancia se hace todavía  más      notable en el caso de los y las adolescentes, es como el aire y el agua para la vida de cualquier ser vivo.

Este entorno de exclusión, junto a las dificultades y rechazo que suelen sufrir las y los menores en el entorno escolar, genera un estado de estrés importante, cuyas consecuencias sobre el rendimiento escolar son evidentes en el sentido de bajo rendimiento.

Destacar que el impacto de la exclusión social sobre la salud mental de los y las menores deja una huella profunda que, a menudo, es difícil de detectar por parte de su entorno escolar e incluso familiar; esta dificultad de detección puede ser debida, en parte, a la resiliencia que suelen tener los niños y las niñas, producto de sus vínculos y apegos que han recibido por parte de su entorno a pesar de estar muy vulnerado. Sin embargo, cuando esta huella se hace visible, con frecuencia se manifiesta con: insomnio, déficit de atención, irritabilidad, malhumor, apatía, tendencia al aislamiento, regresiones en el comportamiento, inestabilidad emocional, sentimientos de vergüenza e incluso de culpa. Existe también, hay que decirlo, en ocasiones riesgo de autolesiones e incluso de conductas suicidas y, también, el riesgo de conductas desadaptativas por sentirse excluidos/as y por el sentimiento de fracaso que viven y del que muchas veces se les responsabiliza.

Mirando al futuro:

A pesar de todo lo dicho las personas migrantes, adultas y menores, disponen de excelente bagaje de capacidades resilientes y de empoderamiento para superar estas dificultades. Ello es gracias, en parte, a los vínculos familiares y comunitarios establecidos a pesar de las adversidades y las limitaciones; y por otra, a su tesón y constancia en perseguir su sueño de un futuro mejor.

Las administraciones, sobre todo las municipales, tienen la obligación moral y ética de acabar con esta situación de exclusión socioeconómica, con el racismo y con la xenofobia y, en especial, con la aporofobia. Las instituciones públicas y el Gobierno, como Titulares de Obligaciones según el Enfoque de Derechos, deben legislar y dotar de las herramientas necesarias a las administraciones públicas para su correcto desarrollo, permitiendo así a las personas recuperar su dignidad y su humanidad y a los menores recuperar su infancia y adolescencia en peligro de ser devoradas por el monstruo de la soledad y el ostracismo.

La labor de las ONG, por medio de su voluntariado, consistiría en poner al servicio de las y los menores sus capacidades de vínculos, de empatía y de resiliencia apoyándoles en el proceso de empoderamiento, necesario para llevar a buen puerto el proceso de formación de la personalidad, de individuación y de socialización; mejorando su capacidad de integración y ayudando a la sociedad en ser más inclusiva y que no mire a otro lado. Con la mirada puesta en sus capacidades y fortalezas y no en sus debilidades y carencias, con una actitud solidaria, no sobreprotectora, evitando la victimización y la autovictimización, la estigmatización y la autoestigmatización.

Pero además, y volviendo a tomar como faro el trabajo con Enfoque de Derechos, las ONG como Titulares de Responsabilidades deben recoger testimonios en sus intervenciones y acompañamientos para poder trasladarlos a los titulares de Obligaciones ejerciendo una Incidencia Política que les permita a estos conocer la realidad de la calle para poder integrarla en los procesos legislativos y normativos.

También, en el entorno educativo se pueden hacer muchas cosas: actividades de sensibilización contra el racismo, la aporofobia y a favor de la inclusión y la integración; formación de grupos de interacción intercultural desde donde se fomente el debate intercultural o formación de grupos de autoayuda, entre otras actividades.

Terminar con esta dolorosa realidad es urgente. Y nos corresponde implicarnos. Ya.

Por Nabil Sayed-Ahmad Beiruti. Psiquiatra espacializado en migración. Voluntario y socio de Médicos del Mundo Andalucía