Siria: Los rostros del exilio

Cinco años de guerra civil han destrozado Siria. Los bombardeos, combates y masacres han provocado entre 250.000 y 400.000 muertes y más de un millón y medio de heridos. Para salvar la vida, unos 7 millones de hombres, mujeres y niños han tenido que desplazarse dentro de Siria y más de 5 millones se han refugiado al extranjero, especialmente en los países fronterizos.

Mientras la comunidad internacional fracasa en sus intentos de encontrar una solución por la vía diplomática y las esperanzas de paz van menguando según las partes involucradas en el conflicto se multiplican, Médicos del Mundo prosigue con su acción humanitaria a favor de las víctimas civiles sirias, que se concreta en atención primaria de salud, apoyo psicológico, ayuda financiera, transporte de medicamentos y material.

Nuestros equipos apoyan decenas de centros de salud y hospitales en Siria y en los países vecinos. Colaborando con asociaciones locales o internacionales, Médicos del Mundo libra un combate sin tregua para que todas las personas sirias, sean refugiadas, desplazadas, o se encuentren atrapadas en medio de la guerra, tengan acceso a la atención médica y recobren su dignidad.

Las vidas destrozadas de cinco familias sirias refugiadas en Turquía, Jordania y Líbano -historias de exilio y sufrimiento- sirven de testimonio sobre los destrozos de esta inextinguible crisis humanitaria.

Líbano, Hay el-Selloum: Violencia y humillaciones diarias

Con la mirada puesta en los dibujos de la alfombra que cubre el suelo de la estancia de planta baja que comparte con 11 familiares, Amal, de 15 años, habla poco. Su padre, de tez oscura y voz potente, es quien cuenta la historia de su familia: «hemos vivido el infierno en Siria. Esperaba encontrar una vida mejor en Líbano». Personas refugiadas en Hay el-Selloum, en Beirut Sur, la familia sufre persecuciones constantes desde hace dos años. En este modesto barrio de libaneses, las banderas del Hezbollah ondean sobre los retratos de los mártires. Quienes, como Amal y su familia, se han asentado allí para escapar de la guerra siria, representan a los más pobres entre los pobres, y a menudo están perseguidos, humillados, explotados.

Oriunda de Raqaa, al norte de Siria, la familia tuvo que huir desde el inicio del conflicto. En la Ghouta oriental, cerca de Damasco, vivían del trabajo del campo. Pero el cerco a la ciudad les obligó a desplazarse de nuevo hacia Adra, a 30 kilómetros. Allí solo se quedaron 20 días: «Creí que íbamos a morir. Los combatientes masacraban a la gente alrededor nuestro. Hasta nos despedimos de nuestros amigos». Omar decide entonces que tiene que poner a su familia a salvo en el Líbano. Pero la llegada masiva de personas refugiadas ejerce una presión enorme sobre la economía y las instituciones libanesas.

El país, que ya ha acogido a cientos de miles de palestinos desde 1948, no está capacitado para responder a las necesidades de los 1,5 millones de sirios y sirias instalados en su territorio. Al enrocarse el conflicto, las condiciones de vida de estas familias empeoran. El 70% de ellas vive ya bajo el umbral de la pobreza y la familia de Omar no es una excepción: «Cuando llegamos a Líbano, trabajamos unas semanas en una factoría de nailon. Nos daban 20€ al día para 10 personas» recrimina. Sus hijas mayores, Amal y Chadia, 14 años, encontraron luego empleo en una pastelería., donde trabajaba 14 horas al día por 10€. Realizaban las tareas más ingratas; acababan agotadas y eran víctimas además de las humillaciones del encargado del comercio.

«Dice que somos sucias, nos insulta, se burla de nosotras» acaba contando Amal , con la voz temblando de ira. Un día Chadia, que padece una malformación en los pies, cae, arrastrada por una bandeja demasiado pesada. «El le pegó cuando estaba en el suelo. Luego la arrastró del pelo hacia fuera y la echó de la pastelería». Al recordar la escena, la adolescente se viene abajo y rompe a llorar. Ahora Chadia ha encontrado un nuevo trabajo. Amal, por su parte, sigue padeciendo ofensas y maltrato.

El sufrimiento se lee en las caras de Omar y su mujer cuando evocan también a Marwan, su hijo de 8 años, que tuvo que abandonar el colegio por los golpes y el acoso que recibía. O el saco de excrementos que encontraron una mañana en su balcón. A pesar de las humillaciones, no se puede plantear volver a Siria. «Mi país está totalmente destruido -explica Omar- y las cosas no mejoran. Lo único que quiero es vivir en un sitio donde no pasemos hambre, un sitio donde se nos respete.»

Imagen de Olivier Papegnies

Líbano, Valle de la Bekaa: el peso del aburrimiento y de la frustración

Hyam y Houda saben lo que es el rechazo y el aislamiento. Estas dos hermanas, llegadas de las afueras de Damas Sur hace unos cuatro años, fueron abandonadas por sus maridos en Líbano. Hyam, la menor, tiene dos hijas, Janah y Farah. La mayor, Houda, es madre de la pequeña Zeina. Como ellas, cientos de miles de personas sirias que huían de la guerra se refugiaron en el valle de la Bekaa, al norte de Líbano. Pero, al contrario que muchos compatriotas suyos, condenados a vivir todo el año en tiendas que bordean los campos de esta región agrícola, Hyam y Houda comparten un apartamento en Quab Elías, junto con sus padres y un hermano.

Sin embargo, cuando llegaron tuvieron que apañarse con un container en el que se amontonaban 13 personas. Luego su hermano consiguió un empleo de técnico de calefacción y la familia pudo instalarse en una vivienda más decente. Sentada en un colchón, en un dormitorio con dos sillas de jardín como único mobiliario, Hyam cuenta su historia: «Antes vivíamos en la miseria, apenas si podíamos respirar.

Ahora las cosas están un poquito mejor, pero la presión psicológica es enorme. Sin maridos, tenemos que asumir los papeles de padre y madre a la vez». Hyam ha trabajado como peluquera, pero la mayor parte del tiempo las dos mujeres no tienen nada que hacer, hundidas en la rutina de cada día. Su vida social se limita al mercado y a sus hijas. «Lo único que hacemos es dormir y comer, dormir y comer». Se palpa su angustia y los síntomas de depresión son evidentes.

Hyam y Houda están atendidas por los equipos de salud mental y apoyo psicosocial de Médicos del Mundo, que prestan asistencia tanto a pacientes sirios como libaneses en cuatro centros de salud de la Bekaa, en colaboración con tres asociaciones: Amel, Islamic Welfare Society y la parroquia de El Qaa. «Nos encontramos con muchas mujeres solas, divorciadas, con niños», explica la psicóloga Fátima Nabaa. «Se sienten aisladas, tristes y pesimistas», añade.

Por el inmenso ventanal que rodea el apartamento se tiene una magnífica vista panorámica sobre el valle. Pero las dos hermanas afirman que ya no se fijan en este paisaje excepcional, que ya no le encuentran el menor aliciente. Sus tres hijas se entretienen como buenamente pueden, pasando de la pantalla del televisor , en la que se suceden los dibujos animados, a la terraza, donde no hacen más que dar vueltas. «Es muy difícil canalizar su energía. No salen a la calle para hacer ejercicio porque los niños son agresivos unos con otros. Nuestra frustración como padres les afecta negativamente».

Hyam y Houda no son capaces de imaginarse volviendo a Siria algún día. Su única esperanza es que otra de sus hermanas consiga refugio en Europa porque su marido falleció en la guerra. Pero este reagrupamiento familiar podría verse frustrado por la situación de Houda, cuyo marido se fue a vivir a Brasil sin legalizar el divorcio, lo que la impide viajar sin su autorización. «Espero que las autoridades no me hagan la vida aún más difícil», dice con un suspiro, tratando de sobrellevar su doble pesar, de refugiada de guerra y de mujer abandonada.

Imagen de Olivier Papegnies

Jordania, Campo de Zaatari: construir un porvenir para sus hijos

En Jordania, las y los refugiados sirios comparten la misma preocupación: educar a sus hijos e hijas a pesar del desarraigo de una vida destrozada. En las paredes pintadas con colores chillones de los bloques prefabricados que bordean uno de los doce distritos del campo de refugiados de Zaatari, al nordeste de Amman, vuelan mensajes de esperanza: «Educación», «Quiero aprender un idioma». Un deseo de aprender que ilustra un fresco en el que tres niños en cuclillas se tapan respectivamente los ojos, los oídos y la boca con libros, al revés del dicho de los monos: no ver nada, no oír nada, no decir nada.

Abierto en junio de 2012 por las autoridades jordanas a menos de 20 kilómetros de la frontera sur con Siria, el campo acoge hoy a 80.000personas refugiadas. En sus casi cuatro años de existencia, Zaatari se ha organizado como una ciudad, con sus comercios, sus hospitales, sus escuelas, su administración. Allí se vive a salvo. Sus residentes comparten una cultura, una historia. Además, la mayor parte proceden de la provincia de Deraa, justo al otro lado de la frontera. Como Ahmed, su mujer Nour y sus cuatro hijas. «Llegamos el 12 de abril de 2014», recuerda Ahmed.

«En Deraa, no podía dejar a mis hijas salir a la calle, las bombas caían a 20 metros de nuestra casa». Desde entonces la familia vive en una cabaña metálica que construyó con sus propias manos, después de pasar tres meses en una tienda de campaña. «Esperamos que nos den un contenedor prefabricado, pero no llega. Estamos los seis en un solo cuarto, hemos separado la cocina con una manta y los bichos se meten por todas partes». Si hoy sus hijas pueden apretujarse delante de una estufa de gas recuperada de unos vecinos, unas semanas antes solo la placa de la cocina les aliviaba el frío.

Ahmed y su familia no tienen casi nada. Para sobrevivir, dependen del dinero que les manda un pariente y de los 120 dinares (150€) del Programa Mundial de Alimentos que reciben mensualmente en una tarjeta. Esta suma, destinada a comida, se puede utilizar únicamente en el supermercado del campo. A veces, Ahmed se ve obligada intercambiarla por dinero para poder abonar otros bienes. Por ejemplo, el material escolar de Loundja y Maraha, las mayores.

Las dos mochilas de colegialas colgadas de la pared son el testimonio de que la educación es una prioridad absoluta, la única esperanza de un mejor porvenir para sus hijas que el padre se niega a sacrificar pese al horror de la guerra y a la miseria del exilio. «Loundja es muy buena alumna. Va a dos colegios, el de Bahréin y el colegio americano. Me gustaría que pudiera seguir con sus estudios».

Con una sonrisa tímida, Loundja susurra que sueña con llegar a ser profesora de inglés. Su padre asiente, orgulloso y preocupado a la vez, porque la familia está a punto de marcharse. «Cuando tomé la decisión de dejar mi país para venir a Jordania, quería proteger a mis hijas. Aquí tienen seguridad, pero es lo único que hemos encontrado. Me siento como enjaulado e inútil para los míos». Dice esto porque le parecen indignas las condiciones de vida que han encontrado, e inadecuadas para poder educar a sus hijas. De modo que Ahmed ha decidido volver a Siria. «Fuera de aquí podré estar activo, hacerme cargo de mi familia», asegura, a pesar de que sabe que la situación no mejora en Siria. Uno de sus sobrinos ha muerto en combate hace dos meses y no sabe dónde se encuentran sus padres ahora. Lo que Ahmed sí sabe con seguridad, en cambio, es que su casa, de momento, sigue de pie. La va prestando a otras familias, también desplazadas en el interior del país. Sin cobrarles nada, porque está convencido de que hay que ayudarse mutuamente.

Imagen de Olivier Papegnies

Nacidos en el exilio: una infancia desarraigada

Sohad, de 47 años, no se plantea volver a Siria mientras el país esté destrozado por la guerra civil. A lo largo de tres años su familia ha encontrado cierto equilibrio en el campo de Zaatari. Esta madre de 8 niños recuerda su granja de pollos, los olivares y la cisterna subterránea que habían cavado para regar sus cultivos. «En Deraa vendíamos los productos de las cosechas en los mercados», rememora. En Zaatari, Messaoud, el padre, regenta una pequeña tienda en la calle de los comercios, que aquí llaman Los Campos Elíseos, entre una tienda de vestidos de novia y una de ultramarinos. Vende ropa, comida y productos de limpieza. Todo lo que le pueda permitir alimentar a esta familia que se aloja en dos módulos prefabricados que les ha asignado ACNUR.

Aquí es donde Sohad pasa los días cuidando de sus hijos e hijas más pequeños mientras los mayores van a la escuela. El más joven, Nabil, tiene tres años. Con rizos morenos y ojazos risueños de largas pestañas, nació ya en el exilio, en el hospital de Mafraq, la ciudad jordana más cercana al campo. Su espacio para jugar se limita a dos cuartos austeros llenos de cojines separados por un patio enfangado. Su horizonte es una llanura desértica sin vegetación alguna. «Cuando estaba embarazada, los hospitales de Deraa no eran seguros, eran objetivo de los bombardeos. Por eso nos marchamos».

El miedo, la huída teniendo que abandonar todas sus pertenencias, hasta sus recuerdos más íntimos, ha perturbado profundamente a Sohad. Dio a luz prematuramente, mientras su documentación estaba en poder de las autoridades jordanas que controlan la llegada de refugiados. «Es una verdadera tragedia -explica Sohad- porque Nabil no tiene ninguna documentación legal, ninguna partida de nacimiento aparte de un certificado del hospital. Para obtener el documento oficial, habría que ir al tribunal y pagar gastos judiciales». Otra opción sería utilizar un contacto fuera del campo para cursar la solicitud en Siria. Pero estas gestiones, demasiado complicadas o demasiado costosas, desaniman a Sohad. «Mi hijo está bien de salud, eso es lo más importante. Le llevo al centro de salud de Médicos del Mundo, allí los doctores le tratan muy bien».

«Aquí la gente cuida de los demás, pero lo que más echamos en falta es poder movernos libremente», reflexiona. Resulta imposible para esta madre poder visitar al hijo que se quedó en Siria. «Quisiera que se reuniera con nosotros, pero está atrapado allí porque la frontera está cerrada», se lamenta. Su mayor temor es que termine involucrado en la guerra, que le obliguen a juntarse con los combatientes de uno u otro bando. Y que no le vuelva a ver nunca más.

Turquía: escapar de la Alepo devastada

Esta guerra cuyo final parece alejarse a medida que los que participan en ella se multiplican, se ha intensificado en el norte desde que la aviación rusa bombardea Alepo y su provincia. Los edificios públicos han sido destruidos, entre ellos muchas estructuras médicas y hospitales. Sin posibilidad de atención sanitaria, rodeados por las fuerzas del régimen de Bachar al-Assad, miles de civiles escapan hacia la frontera turca.

«Hoy por fin me siento seguro», explica Hassan, sentado en uno de los dos cuartos diminutos del cobertizo que comparte con su mujer, sus tres hijos, su madre y su hermana. La frontera está solo a unos pasos de este pequeño pueblo turco cerca de Reyhanli, que acoge hoy a 130 familias sirias, el 80% de la población. «Hemos conseguido aguantar tres años en nuestro campo al sur de Alepo. Pero al bombardearnos, los rusos han propiciado las masacres de civiles. Los combatientes han llegado a nuestro pueblo. Han incendiado nuestras casas. Han ejecutado a una veintena de hombres y se han llevado a niños. Los he visto asesinar a un médico, un hombre que cura a la gente», cuenta Hassan, mientras enseña muchas fotos de víctimas en la pantalla de su móvil.

La familia pidió prestado dinero al jefe del pueblo y así pudo escapar hasta Bab al-Salam, uno de los puntos de acceso a Turquía. «Mi mujer y mis hijos no tenían ni zapatos para ponerse cuando huimos», describe. Pero la frontera está cerrada. Solo se admite a los heridos que llevan hacia los hospitales, entre ellos el centro postoperatorio de la UOSSM (Unión de organización de socorros y cuidados médicos) de Reyhanli, equipado y apoyado financieramente por Médicos del Mundo. Hassan y su familia consiguieron finalmente cruzar la frontera de forma ilegal y se reencontraron con un primo suyo, instalado allí desde hace dos años.

En dos meses, Hassan solo encontró pequeños trabajos temporales, sin declarar, ya que los sirios no están autorizados a trabajar en Turquía. Con eso no puede alimentar a su familia. Además solo han recibido la ayuda para alimentos una vez en dos meses. Para pagar comida y mantas han tenido que vender las joyas de oro de su mujer. «Mi madre tiene 60 años y sufre del corazón. En Reyhanli, un médico le dijo que tenía que hacerse pruebas en Adana. Demasiado lejos para nosotros. No tengo los medios necesarios para atenderla», se lamenta.

En torno a su choza, entre las cuerdas cargadas de colada, unos niños juegan delante de la fachada azul de una escuela turca que acoge ahora a alumnado sirio. Abdulrahman, 10 años, el mayor de los hijos de Hassan, va al colegio allí. «Le cuesta concentrarse, añade el padre con preocupación. Está perturbado, duerme mal. Quisiera que le atendiera un psicólogo». El trauma por la pesadilla que vivieron en Siria se mantiene muy vivo. Y aunque afirma que quiere volver a su país en cuanto se acabe la guerra, Hassan sabe bien que nada le espera allí. Ha perdido su granja, sus campos. Piensa en Europa. «Pero, ¿cómo podríamos irnos tan lejos cuando apenas tenemos medios para sobrevivir aquí?», se pregunta.

 Imagen de Olivier Papegnies

Reportaje aparecido en Planeta Futuro de El País: http://elpais.com/elpais/2016/03/14/planeta_futuro/1457980088_971944.html